El origen de las megajournals se remonta hasta 2006 con la aparición de PLOS ONE, cuyo modelo fue seguido por otras publicaciones como Scientific Reports o PeerJ. Las megajournals se caracterizan por ser revistas de acceso abierto que cubren un amplio abanico de temas y por basar su modelo de negocio en el pago de una tarifa por cada artículo publicado (Article Processing Charge –APC-).
El número de artículos publicado por las megajournals ha alcanzado cifras extraordinarias. En el año 2015 la revista PLOS ONE publicó la friolera de 28.114 artículos y Scientific Reports, de la prestigiosa editorial Nature, nada menos que 10.642 (datos obtenidos de la herramienta Journal Citation Reports).
Las críticas al nuevo fenómeno no se han hecho esperar y se centran fundamentalmente en el proceso de revisión de los originales, en las elevadas tasas de aceptación y en la cantidad de artículos retractados. Los defensores arguyen que es un escaparate inmejorable para investigaciones que son sistemáticamente rechazadas por las publicaciones convencionales, como las investigaciones con resultados nulos o de replicación. En los últimos tiempos también hay quien considera a estas revistas como abanderadas de la libertad y de la denuncia científica, acusando a las revistas de los grandes grupos editoriales de censurar determinadas publicaciones contrarias a sus intereses.
El caso de la denuncia de Irène Frachon, la doctora de Brest, contra la industria farmacéutica llegó a la gran pantalla y, cómo no, también a PLOS ONE.
Otras innovaciones de las megajournals son la posibilidad de evaluar la calidad de los artículos ya publicados mediante los comentarios y los debates que suscitan y la inclusión de métricas alternativas (descargas, visualizaciones, interacciones en redes sociales, etc.,) en el portal de la revista.
Las megajournals son una nueva realidad que tiene el potencial de remodelar la forma en la que los investigadores comparten sus hallazgos y, sin duda, han llegado para quedarse.
Por Alexis Moreno Pulido
Créditos imagen: Seed, por Neil Tackaberry